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De adefesio a jungla

De adefesio

Hay personas que viven toda su vida en el mismo lugar y que clavan sus raíces bien profundas. Juan Alberto es una de ellas. 

Sus padres diseñaron La Casa y cuando aún no habían pagado el crédito que obtuvieron para construirla, se divorciaron. Con la debacle de ese matrimonio llegó también la de ella y de repente nadie quería hacerse cargo de porque estaba muy vieja y mal tenida. El jardín estaba completamente seco y solo sobrevivía un gran cactus que había agrietado el piso del acceso principal. De los cuatro baños apenas servía uno. Muchos interruptores estaban hundidos por el uso y las luces pasaban encendidas así que para apagarlas había que aflojar los focos y a veces parecía que llovía más adentro que afuera. Durante los seis meses de invierno, el agua de la lluvia bajaba por las escaleras tres pisos directo desde la terraza y como el agua es incontenible y tiene que salir por algún lugar, la familia había decidido que la mejor forma de resolverlo era permanecer con la puerta principal siempre abierta. 

Todos querían mudarse pero temían que en otra casa la vida fuera demasiado regular y aburrida. Después de todo, pasar las noches a la luz de las velas debido a los fallos eléctricos tenía su encanto. Y a decir verdad, tampoco tenían dinero para hacerlo. 

El primero en irse fue su padre que una noche avisó que se iba al cine con La Abuelita y nunca más volvió. Al segundo día de su desaparición, pidió que le hicieran llegar sus pertenencias. Por supuesto que cuando hubo que dividirse los bienes de la sociedad conyugal, prefirió la casa de la playa. La siguiente fue su hermana que se mudó a Marsella y que encontró en la diferencia horaria la excusa perfecta para desentenderse de cualquier asunto sobre La Casa. Su tía también quiso irse, pero antes de si quiera pensarlo a detalle se dio cuenta de que no conseguiría otro lugar donde la recibieran sin pagar el alquiler. No le quedó más remedio que querer quedarse. Su madre intentó venderla pero las matemáticas no cuadraban. Después de todo cuánto podrían pagar por una casa que estaba abandonada aún cuando había gente sobreviviendo dentro. Con lo que le ofrecían a duras penas le alcanzaba para comprar un departamento en el que no había espacio suficiente para sus 2 perros y 16 gatos y ni se diga para su hermana y sobrino que venían por añadidura. 

Juan Alberto obstinado y optimista como siempre, quiso quedarse desde el inicio. Vió en la casa de su niñez el lugar ideal para que crecieran sus hijos así que emprendió la titánica tarea de reformarla. Después de todo, esta era la verdadera razón por la que había estudiado arquitectura. Siete años le tomó y muchas discusiones y negociaciones con la familia. 

Empezó por la escalera que ya tenía plantas y hongos que salían de las ranuras de la madera podrida por el agua. Luego se encargó de el departamento de la planta alta. Ahí depositó todos sus sueños, y planificó cada detalle para que fuera suyo. Dejándose llevar por la ilusión, lo primero que compró fue un juego de grifería caro y elegante y cuando lo llevó a su nuevo departamento se dio cuenta que aún no tenía ni paredes así que le pareció sensato devolverlo. Hizo un techo alto y pronunciado para que el agua no volviera a visitarle y dejó una terraza al exterior para tomar café por la tarde y ver el sol caer en el estero. 

Definitivamente la planta del medio fue la más difícil de intervenir. Ahí estaban todos los recuerdos porque ahí estaban las habitaciones. Derramó algunas lágrimas cuando echó a la basura las cajas de cereal que había pintado y decorado con su papá cuando cumplió 7 años y también cuando tuvo que elegir solo 6 de los 23 peluches con forma de perro que su mamá había guardado de su niñez. Bueno, tal vez guardado no sea la palabra precisa porque no recordaba que los tenía hasta que los encontraron en la parte alta del clóset metidos dentro de una gran funda negra. En un símbolo de ruptura absoluta de su anterior vida familiar, tiró a la basura el colchón de la cama de sus padres. 

Luego empezó trabajos en la planta baja. Para ese entonces su mamá ya había cambiado definitivamente de profesión de fabricante de muebles de hierro forjado a catsitter, es decir, niñera de gatos. Entonces le construyó un consultorio donde había sido la cocina de La Casa, y la nueva cocina se hizo en el patio trasero justo en donde se bañaba en su piscina de plástico en los días calurosos cuando era niño. Se movió todo como un Tetris y sólo cuando cada miembro de la familia tuvo un espacio digno y cómodo para vivir, empezó a sembrar árboles en el pequeño parque de al frente. Siempre había creído que el amor y cuidado por lo propio se extiende muy fácilmente hacia el exterior. Con sus propias manos plantó cada especie y se encargó de regar los árboles cada noche con agua de su cisterna hasta que florecieran todos excepto el aguacate que germinó desde una pepa. Muchas veces lo hizo de madrugada para que no le reprendieran por intervenir en el espacio público sin autorización. Llevó árboles de cada región que visitaba e incluso un amigo le regaló un Ceibo de Puerto Rico para alimentar su pequeño bosque urbano. 

En el vecindario era común identificar las casas con características y no por su número de lote. Así estaba la casa de El Abogado, La Granja que era una casa de ladrillo y madera muy atípica en el sector, y esta casa a la que empezaron a llamarle La Jungla porque una hiedra trepadora había escalado los tres pisos y la había cubierto por completo. Siete años le tomó a Juan Alberto que su casa, la de toda la vida, dejara de ser llamada El Adefesio. 

Abril 2024