La casa de mis padres se traga todo lo que puede. Tiene una fascinación por objetos obsoletos, adornos de navidad, fundas de regalo guardadas para volver a usar y memorias familiares. Esconde las cosas donde nadie puede encontrarlas y cuando se aburre, las escupe y las deja en medio del paso para que cualquiera las descubra. Cuando estamos alegres elige devolvernos los recuerdos más oscuros para que no nos olvidemos que en esta familia manda ella.
Cada vez que se come un adorno es evidente porque queda un espacio vacío. Mi mamá se pasa dando vueltas intentando encontrar dónde los ha puesto y La Casa se ríe a carcajadas de verla perder el tiempo. Cuando secuestra las memorias, es casi imperceptible. Desaparecen de repente y es como si nunca hubieran existido, como si las cosas no hubieran pasado, hasta que un buen día decide devolverlas y nos rompe el corazón en añicos porque nos refriega en la cara el dolor del olvido. Por eso ahora organizo las mías como si fueran libros en una biblioteca, y de esta forma cuando encuentro huecos en la hilera de recuerdos sé que ella se ha llevado alguno. Solo me sirve para eso, para saber, porque por más que les pongo etiquetas y los clasifico por tipo, sentimiento, y periodo de tiempo, no logro recuperarlos. Es que así es el olvido.
Hoy empezaron a chirriar los closets y cajones y entonces supimos que La Casa estaba por devolvernos algo. Inmediatamente aparecieron dos cajas plásticas en medio del pasillo y en vista de que mi nombre iba escrito en una de ellas, me abalancé para abrirlas. Lo que contenía la primera de ellas parecía haber sido clasificado meticulosamente por un archivista. Una bata de médico, algunos diplomas, un mezclador de cócteles, una cédula perforada, un sombrero de pesca, una raqueta de tenis, un par de botas de andar a caballo y varias cartas escritas a mano. En fin, un sumario de muchas de mis vidas pasadas.
La otra caja era transparente y a simple vista se identificaba que no guardaba nada adentro, pero en cuanto la abrí saltaron todos los recuerdos Se me treparon a la cabeza como ardillas en cautiverio, aunque corrí intentando huir de ellos. La mayoría eran remembranzas, momentos hermosos que los percibí con una tristeza aplastante. Entonces me eché a llorar, y cuando estaba por cruzar el umbral que separa el llanto discreto del escándalo de sollozos, me di cuenta de que esa no era mi hora del llanto, y peor mi hora de atender a los recuerdos. Antes de que no hubiera marcha atrás y de que me encontrara definitivamente sumergida en el sentimiento, sacudí la cabeza suficientemente fuerte como para ahora si espantarlos y librarme de la injusticia de dejar mi pesar a medio llorar. Es que, es verdaderamente terrible cuando se interrumpe el llanto para cumplir obligaciones, cuando se interrumpe la risa para responder a una pregunta parsimoniosa, cuando se interrumpe un abrazo por falta de tiempo.
Habiéndome recuperado de mi volátil estado de ánimo entendí que el mensaje que La Casa quería dejarme no se trataba precisamente sobre los recuerdos que me había devuelto si no sobre mi incapacidad para lidiar con ellos porque llorar y sufrir a rienda suelta y sin premeditación es un privilegio que ya no tengo. Esta nueva versión de mi, resuelve sus asuntos sentimentales a partir de las nueve de la noche, siempre que no haya responsabilidades maternales que cumplir, por supuesto.